Nos encontramos en un momento del desarrollo de la pandemia en el que parece avizorarse nuevos horizontes, junto a la posibilidad del desencanto. Así como la irrupción del virus, como se ha dicho, desnudó inequidades preexistentes, este presente en el que se había puesto la esperanza con la distribución de las vacunas, no parece mostrar un panorama diferente. Nos llegan las noticias de países que concentran vacunas por varias veces el número de su población, y al observar los países en lo interno se detectan nuevamente las viejas dinámicas de exclusión. La distribución y acceso a la vacuna se ha convertido en campo de la disputa geopolítica global, y terreno de debates políticos con un tono de intolerancia y polarización que poco favor le hacen a la calidad de vida de los sectores más excluidos de la sociedad.
¿Por qué hablar, entonces, de fraternidad (o de sororidad) en este tiempo? ¿Por qué las personas y comunidades de fe insistimos en este tema? En medio del dolor del desempleo, de la falta de oportunidades para la educación, la partida de los seres queridos, no dejamos de ver florecer las semillas de la solidaridad. La palabra, el gesto, el estar ahí donde Dios nos mueve a compasión y acción. Son signos y señales que vienen de nuestras raíces y que indican hacia dónde se dirigen los pueblos de América Latina. Menciono el término pueblos en el convencimiento de que es la solidaridad la que nos constituye como tales. Somos pueblos en cuanto somos solidarios y solidarias.
El Papa Francisco en su reciente encíclica Fratelli Tutti nos trae a la memoria la parábola del buen samaritano como un paradigma de la solidaridad. ¿Por qué esta parábola? Recordémosla: un experto en la ley le pregunta a Jesús (Maestro él también), quién es su prójimo, a efectos de cumplir el mandamiento que conduce a la vida eterna: ama a tu prójimo como a ti mismo. Jesús comparte un relato: un viajero yendo de Jerusalén a Jericó (posiblemente un judío que hacía el camino largo hacia el norte para evitar pasar por Samaria), es asaltado. De los que pasan frente al cuerpo herido, solamente un samaritano siente compasión y salva su vida. Y aquí la pregunta clave de Jesús: ¿a quién habrá considerado el hombre asaltado, su prójimo?
Es no sólo una historia de solidaridades. Es una historia sobre la constitución de la projimidad a partir de la solidaridad. El llamado de Jesús es al gesto solidario, y también a construir un sentido de prójimo, de comunidad, de pueblo, que rompe las barreras religiosas, étnicas, sociales, económicas o de género. Es apertura a un sentido del “nosotros y nosotras, hermano o hermana” fundamentado en el amor para con quien sufre.
Por eso, en este esta línea de tiempo que escribimos con nuestros cuerpos, nuestras vidas y nuestras letras, ¿qué rescataremos de este momento actual? Seguramente cada vida transformada por la mano que nos dio una amiga, el vecino, el club del barrio, la comunidad de fe, en medio de las dificultades que hemos vivido. Invisibilizadas por los grandes medios, deberían ser motivo de celebración de la acción del Espíritu de Dios en lo cotidiano. Pero hace falta además elevarnos para apreciar desde la altura la inmensa marea de solidaridad que se ha movilizado en este tiempo. Si las comunidades de fe han de escribir este capítulo del libro de la Vida, se necesitará de un hilo conector, narrativa de la construcción de los pueblos a partir de lo solidario, que ayude a asentar en las sociedades una cultura del amor al prójimo derribando todo muro de exclusión.
Este esfuerzo colectivo que las comunidades de fe están llamadas a dinamizar, la de construir una sociedad verdaderamente fraterna, necesita acciones que le den sostenibilidad y la profundicen. Entrelazar, entramar, tejer la unidad a partir de los hilos de lo diverso, es parte de una tarea política que desde las comunidades permita fortalecer una cultura de la solidaridad, para construir una sociedad cuyo sentido fraternal se base en la justicia.
Retomando las palabras del Papa Francisco en la mencionada Encíclica Fratelli Tutti:
“Reconocer a cada ser humano como un hermano o una hermana y buscar una amistad social que integre a todos no son meras utopías. Exigen la decisión y la capacidad para encontrar los caminos eficaces que las hagan realmente posibles. Cualquier empeño en esta línea se convierte en un ejercicio supremo de la caridad. Porque un individuo puede ayudar a una persona necesitada, pero cuando se une a otros para generar procesos sociales de fraternidad y de justicia para todos, entra en el campo de la más amplia caridad, la caridad política. Se trata de avanzar hacia un orden social y político cuya alma sea la caridad social. Una vez más convoco a rehabilitar la política, que es una altísima vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común.” (Ref. 180)
Escrito por Horacio Mesones, Licenciado en ciencias de la educación (UDELAR, Uruguay), Especialista en teología práctica (EST, Brasil), Especialista en educación y nuevas tecnologías (FLACSO, Argentina). Responsable del área de Movilización de saberes y prácticas en CREAS. Miembro del equipo pastoral de su congregación (Parroquia unida Emanuel – Iglesia Evangélica Metodista Argentina e Iglesia de los Discípulos de Cristo).